17 noviembre 2007

DE LA DIVINIDAD DEL HOMBRE

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Llegó la primavera y la Naturaleza empezó a hablar en el murmullo de los regadíos y arroyuelos, y en las sonrisas de las flores; y el, alma del Hombre se sintió feliz y contenta.

Pero, de repente, la Naturaleza se encrespó de furia y arrasó la bella ciudad. Y el hombre olvidó sus risas, sus hala­gos y su hospitalidad.

En una hora terrible, la fuerza ciega de la Naturaleza des­truyó lo que construyeran mil generaciones. La horrenda muerte despedazó y aplastó entre sus garras hombres y bestias.

Las llamas devastadoras abrasaron al hombre con sus propiedades y bienes; una noche lúgubre y aterradora sumió a la belleza de la vida como un sudario de cenizas. Los elementos desencadenados se enfurecieron y destruyeron al hombre, con sus viviendas y cuanto había salido del trabajo de sus manos.

En medio de este trueno pavoroso de Destrucción que surgía de las entrañas de la Tierra, en medio de esta miseria y de tanta ruina, se erguía la pobre Alma mirando a toda esta desolación desde lejos y meditando con amargura sobre la flaqueza del Hombre y la omnipotencia de Dios. Reflexiona­ba sobre el enemigo de la Humanidad, que se escondía bajo los estratos de la tierra y entre los átomos del éter. Oyó el alarido de las madres y el llanto de los niños hambrientos y se sintió partícipe de su dolor. Cavilaba sobre lo salvaje de los elementos y la pequeñez del Hombre. Y recordaba cómo ayer, sin ir más lejos, los hijos del Hombre dormían seguros en sus hogares, pero eran fugitivos apátridas que lamentaban la ruina de su ciudad opulenta al divisarla allá a lo lejos, trocada esperanza en desesperación, alegría en tristeza, vida de paz en tribulación de guerra. Con el corazón destrozado sufría por los que habían quedado atrapados entre las zarpas de hierro del Dolor, de la Amargura y de la Desesperación.

Y mientras el Alma meditaba, padecía y dudaba, erguida, de la justicia de la Ley Divina que une a todas las fuerzas del mundo, murmuraba al oído del Silencio:

Detrás de toda esta creación, está la sabiduría eterna que provoca la cólera y la destrucción, pero que también produ­cirá una belleza imposible, por lo tanto, de predecir.

Porque el fuego, el trueno y la tempestad son para la Tierra lo que el odio, la envidia y la maldad para el corazón humano. Mientras la nación afligida poblaba el firmamento de gemidos y lamentaciones, la Memoria reprodujo en mi mente todos los anuncios, calamidades y tragedias que se han desarrollado sobre el escenario del Tiempo.

Vi al Hombre, a lo largo de la historia, construyendo torres, palacios, ciudades y templos sobre la faz de la Tierra; y vi como ésta se revolvía enfurecida contra estas edificacio­nes y las engolfaba en lo más profundo de su seno.

Vi cómo hombres fuertes erigían castillos inexpugnables y observé cómo embellecían los artistas sus muros con pin­turas; después vi abrirse las fauces de la Tierra, desgarrarse sus entrañas y tragar cuanto había modelado la mano hábil y la mente luminosa del genio.

Y comprendí que la Tierra es como una bella mujer que no necesita las joyas labradas por la mano del hombre para­ adornar su belleza, sino que se siente satisfecha con el lozano verdor de sus campiñas y las doradas arenas de sus playas, y las piedras preciosas de sus montañas.

Pero vi que el hombre se enderezaba en su Divinidad como un gigante sobre la Cólera y la Destrucción, riéndose de la rabia de la Tierra y de la furia de los elementos.

Como un pilar de luz, levantábase el Hombre en medio de las ruinas de Babilonia, Nínive, Palmira y Pompeya, y así, erguido, entonaba el cántico de la inmortalidad.

Que la Tierra arrebate
Lo que es suyo,
Porque yo, el Hombre, no tengo fin.

(GIBRÁN KHALIL GIBRÁN - LA VOZ DEL MAESTRO)


F.G.M.

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